sábado, 21 de diciembre de 2013

ULISES Y LA MAGA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

“Todos somos nada más que la encrucijada de un laberinto de fantasmas”
París, 13 de noviembre de 2013.

A Ulises le gustaba hacer el amor con la maga Circe porque nada podía ser más importante para él, y al mismo tiempo de una manera difícilmente definible, el placer lo alcanzaba por un momento y por eso se aferraba desesperadamente a ese cuerpo y prolongaba el abrazo, era como querer eternizar ese momento y así conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco oscura que lo perturbaba porque era temeroso de las imperfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando lo veía regresar a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarlo profundamente, incitarlo a nuevos juegos, y la otra, la credulidad crecía debajo de él y lo arrebataba, se sentía entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por un barranco, arañando el tiempo con las uñas, entre quejidos y un ronquido exasperante que duraba una eternidad.
Una noche le clavó los dientes, le mordió el brazo hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir, un poco perdido en sus divagues, y hubo un confuso cruzar de miradas sin palabras, Ulises sintió como si la Maga esperara de él la muerte, algo que en ella no era normal, un oscuro deseo reclamando una aniquilación, la lenta carcajada que rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores. Sólo esa vez, descentrado como un matador mítico para quien matar es devolver al minotauro al laberinto y el mar al cielo, se aferró salvajemente a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la doblegó y la usó como si fuera una muñeca de trapo, la conoció y le exigió las servidumbres de la más sometida mujer, la sintió Galatea, la tuvo entre los brazos oliendo a secreciones, le hizo beber su humanidad que corría por la boca como un desafío a los Logos y a las Pausas, le succionó la eternidad milenaria de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a una mujer, se fundió con la piel, el pelo y sus quejas, la poseyó hasta lo último de sus fuerzas, la tiró contra una almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara.
Luego fueron a tomar un café al Old Navy en el boulevard de Saint Germain, y esa noche los dos cerraron un candado de vagas promesas en la telaraña de amores del Pont des arts, y la llave la tiraron al Sena.


domingo, 12 de agosto de 2012

LA OTRA CASA TOMADA.

Habíamos logrado huir de la prisión tres días antes de arribar a la casa. Fui yo el primero en despojarme de las esposas. Tras liberarme a mí mismo recordé los cálculos hechos con mi compañero de los cambios de guardia, de las horas y minutos que tomaba cada relevo, sabíamos cuando llegaban los guardias mas flexibles; repasé los cálculos de la altura desde la que nos teníamos que deslizar con los pañuelos atados entre sí, aseguradas en la parte débil por las mismas correas que ataban nuestros pies; Recuerdo además cómo con un fleje de las camas, usado como llave cruz abrimos una ventana; cómo con sigilo destrozamos la persiana de madera, providencialmente atada con un cable de televisor viejo, cómo mi compañero el último en fugarse tardó en deslizarse por la hilera de pañuelos para escribir un: “ Te amo Irene” en la pared de la prisión .Teníamos un aspecto muy peculiar, andrajosos, rapados y corriendo como locos por las calles desoladas de un Buenos Aires que permanecía indiferente.

Así ganamos la lúgubre penumbra del patio y nos arrastramos cuerpo a tierra frente a los muros del centro de detención. No necesitamos mucha inteligencia para burlar la vigilancia del guardia apostado: las luces estaban altas y las sombras abundaban. Cerca del amanecer, corrimos por calles y murmullos de veredas flojas. Cerca de las siete de la mañana pasamos por enfrente de una vieja mansión estilo francés, una antigua casa que se levantaba orgullosa en medio de construcciones modernas. Redujimos el paso. Con el sigilo de vampiros hambrientos que deben cumplir además otros requisitos, como la eficacia en la extracción antes de ser descubiertos - por eso atacan preferentemente a animales dormidos- nos metimos dentro y enseguida nos instalamos en la parte más lejana de la casa, en el último patio que una puerta de roble dividía. Con los días supimos que la casa estaba habitada se oía el diálogo de dos personas preocupadas, aunque no por eso nuestras costumbres cambiaron ni se postergaron nuestros planes. Al contrario, mientras se sucedían los días, fuimos avanzando hacia los demás sectores de la casa, hacia las otras dependencias, hacia el comedor y la espaciosa biblioteca llena de literatura francesa de antes de la segunda guerra mundial. Llegó un punto en que las lecturas nocturnas, yo sabía francés, se convirtieron en la única distracción y en una obsesión maníaca. Cierta noche los habitantes decidieron cerrar este lado de la casa y le pasaron cerrojo a la puerta de roble. Pero, poco después, cuando conseguimos abrirla, oímos con mi amigo que después clausuraban la puerta cancel y cruzaban con paso nervioso el zaguán de mayólicas. Con los ojos contra el vidrio biselado vimos cómo los habitantes, parecía un matrimonio, abandonaban presurosamente la vivienda. Luego el hombre tiró la llave a la alcantarilla y ambos se perdieron bajo el denso manto de niebla de la noche, sin más pertenencias que lo puesto.
Desde entonces la casa, la desolada mansión, se constituyó en nuestra cómoda prisión, en nuestro nuevo sufrimiento. Nunca encontramos la llave de la ampulosa puerta de calle. En el barrio los vecinos afirman que es una casa tomada.

sábado, 11 de agosto de 2012

EL OTRO PARQUE.

Con la misma impaciencia de siempre, caminó apurada por las somnolientas calles del pueblo rumbo a la plaza. Después de sentarse en el banco de costumbre, observó a su alrededor, tenia miedo de que él faltara a la cita.

Él no la hizo esperar mucho, era un taxista de barrio entrado en años que la había fascinado con sus consejos y su escucha cuando ella iba al gimnasio a practicar “Pilates”, sus dos manos bordearon la cintura de la mujer y la obligaron a mirar hacia atrás. Vamos es tarde, le dijo apenas pudo apartarse de la boca urgida por el deseo y con una fuerte presión de su cuerpo lo impulsó a caminar.

No quiero ir a la casa, el plan nos traerá problemas dijo él con voz temblorosa y apesadumbrado signo de desconcierto, pero de ella solo afloró una risotada burlona y provocativa, mientras trataba de estimularlo a concretar el plan que tanto habían elucubrado en sus encuentros furtivos.

El parecía un chico que necesitaba protección pero ella le decía que no tuviera miedo, porque todo iba a salir bien y necesitaban terminar con ese matrimonio de conveniencia y mentiras y la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles, resultaba sin duda el mejor sitio para disfrutar unos momentos de placer, libres de toda intromisión.

El hombre del sillón no oiría los pasos, afirmó ella en un intento de justificar la seguridad del plan y poco a poco el pánico de él se fue diluyendo por la fuerza del atractivo de la aventura compartida casi todas las noches. Estrechados en un abrazo que alentaba un pérfido deseo, se alejaron de la plaza y se internaron por un largo y angosto sendero bordeado de frondosos árboles que desembocaban en una cabaña, el chicotazo de una rama lastimó la cara de él, más allá la casa de aspecto importante, apenas iluminada por la tenue luz de una luna creciente.

Durante unos minutos observaron con los binoculares a través de la ventana, el interior del estudio donde habían estado con mucha frecuencia no sólo en las últimas semanas, sino también durante varios años atrás, al hombre leyendo en su sillón favorito de espaldas a la puerta.

Ella lo acarició y le dio ánimo, pero él rechazó las caricias, el vértigo de la hora final se acercaba. Por fin marchó apresurado hacia la finca , un puñal yacía tibio en su pecho el común anhelo de libertad lo impulsaba con reconfortante alivio, penetró como un ladrón furtivo en la tenue penumbra y el conocimiento adquirido a lo largo de muchos años les permitió moverse con rara habilidad entre los objetos y muebles. El perro no ladró, el mayordomo tenía su día de licencia, comenzó a subir los tres peldaños del porche con creciente impaciencia y entró en la sala azul, surcó la galería, subió la escalera alfombrada nadie en la primera habitación, lo mismo en la segunda, abrió la puerta del salón y apareció en el recinto donde conseguirían una intimidad perfecta, arrebatados por el amor y la dicha. Allí vio al hombre leyendo en el sillón se acercó con mucho sigilo, empuño con fuerza el puñal, el hombre giró su cabeza y lo miró a los ojos, luego sintió una detonación, un fuerte estremecimiento lo sacudió y comenzó a temblar como una hoja, una gran mancha púrpura le cubrió el pecho. El plan se había consumado.

EL DÍA QUE CONOCÍ A INÉS

"Hay vidas enteras que nacen y mueren sin que haya sucedido nada importante, y días
que valen por toda una vida" "A partir de ahora buscaré los siempres en los jamases. La belleza en este mundo.”
 Muriel Barbery



Los recuerdos suelen tener la pureza de un día soleado. Tal vez por eso la imagen de Inés me viene de golpe cada vez que regreso a ese 31 de Julio. Y claro, también aparecen los días del colegio, cuando la vida apenas consistía en correr unas cuadras detrás del colectivo solo por el gusto de mirar en secreto a la profesora de Caligrafía, escuchar canciones en el Wincofon de Los Beatles, Los Gatos o Sylvie Vartan, y también tocar el bajo en el grupo Leyenda.

A veces me parece ver a Inés salir de la escuela, pecosa y exacta como hace tantos años... Sin embargo, cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que la vida es una especie de ilusión óptica: vemos lo que no existe o lo que existió alguna vez y que nunca más tendremos. Es entonces cuando regreso a ese día en que su imagen cambió para siempre todos mis inviernos.

Fue esa tarde de Julio calurosa. Yo tenía entonces diecinueve años y no conocía otra cosa que no fuera la adoración a ídolos o la melancolía. Recuerdo clarito cuando salió del colegio a las seis menos cuarto y la crucé en José María Moreno, casi por un azar, era un arreglo de la tía Coca. Aunque tenía miedo de decir algo que no le gustara no parecía perturbarse demasiado. Por el contrario: la hice reir.

Creo que fue justamente esa primera imagen -su rostro radiante- la que me hizo comprender que Inés no parecía de este mundo. Sólo la música me parece capaz de expresar la vehemencia que experimenté aquella tarde. Inés era hermosa, y su rostro tenía una armonía tan perfecta que no dejaba lugar a dudas: era casi un ángel.

Ese día comenzó mi locura. Empecé a frecuentar su casa con la secreta intención de verla nuevamente y hasta cometí algunos excesos, lo reconozco. Pero ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer?. Ella había trastocado mi vida para siempre.

Le gustaba leer a Freud -lo hacía de soslayo para no levantar ningún manto de sospecha-, mientras yo me quedaba mirándola desde algún lugar distante con el enamoramiento propio de un adolescente enajenado: esperando el momento oportuno para saltar el abismo que existía entre su divinidad y mi intelectualidad reprimida.

Así pasaron varios meses en los que, con una exagerada actitud de desesperación, corría al colegio y a la casa sólo para verla. El lugar comenzó a hacerse conocido y cuando llegó la primavera me encontré invadido totalmente por el amor. A veces me escondía entre las tapas de sus libros y pasaba horas embelesado contemplando su rostro ausente, como el de un doliente al que se le acaban las oraciones. Otras veces -sobre todo cuando los amigos maliciosos rondaban el lugar- simplemente merodeaba como un perro sin dueño por las márgenes de su entorno para controlar que nadie la perturbara.

De a poco fui descubriendo que las Escrituras tienen razón. El amor es brujo: conoce los más íntimos secretos pero también exige los más grandes esfuerzos. Tal vez por eso, el amar a Inés en esa forma, significó no sólo una locura de juventud sino también mi única redención.

Con el tiempo conocí más cosas sobre ella. Supe de su interés por Vivaldi y los relatos de Cortázar (Rayuela). Pero sobre todo -y esto explica algunas cosas-, pude conocer que había nacido para mí. De su familia, en cambio, vi una madre rica en virtudes culinarias que nunca traspuso la puerta de su casa y un padre que simulaba muy bien ser autoritario, esos eran sus referentes inmediatos. Tenía también un hermano tan blanco como ella que concurría al tercero B y con el que solía jugar algunas veces en el patio de su casa, y además una hermana, también muy bella con la que grabábamos en mi Sony obras de terror de Narciso Ibañez Menta y con la que una vez fuimos solos al cine a ver una de Drácula.

Por fin, guardé mis dudas sobre sus gustos en el bolsillo y decidí regalarle un libro, no sabía si le iba a gustar. Había trazado un plan: la esperaría a la salida de la escuela, pero un examen sorpresivo de Matemáticas se encargó de arruinarme la partida. Cuando llegué a la casa Inés ya estaba sentada en la mesa estudiando, rubia y hermosa, como si estuviera posando para un fotógrafo imperceptible. Tenía toda la nerviosidad del atardecer.

La miré inmóvil desde mi escondite, entre las hojas de un viejo libro, mientras contenía la respiración. Temía que el menor movimiento transformara mi miedo en el desencanto de ella. Mi estómago parecía sufrir las consecuencias del momento: un dolor se movía dentro amenazando con arruinar la entrega de la preciada obra, le iba a regalar "Cien años de soledad" de García Márquez y no sabía como reaccionaría.

De pronto -casi intencionalmente-, Inés miró sonriente hacia mi escondite, vió el libro y clavó sus ojos en los míos. Lo hizo con tal dulzura que una mezcla de gratitud y amor nos unió en un beso interminable. Era su autor favorito.

Después de aquella tarde la volví a ver casi todos los días de mi vida. Los años se evaporaron, Inés y yo pasamos a vivir un tiempo distinto de adultez y dejamos la adolescencia. Alguna vez volvimos a Caballito. Sin embargo, nunca más me animé a recorrer de nuevo los adoquines de la calle Senillosa.

Aún la amo con todo mi corazón. Y pensar que todo comenzó con el embrujo de la tía Coca.